NO TIENE PERDÓN DE DIOS
"Esta soledad es lo único que me convence de la existencia de Dios,
es como un castigo divino."
es como un castigo divino."
-Carlos.
La noche
era clara, se podía distinguir plenamente cada uno de los alambres de puas del
cercado. La luna, llena, flotaba en el cielo, como un viejo juez, observando a
cada uno de los seres que respiraban aquella noche. Don Carlos cabalgaba en
medio de la sabana, la bestia, empapada de sudor, caminaba agotada tras varias
horas de trote; mientras su jinete se hallaba sobre su lomo, inclinando su
torso hacia el costado derecho, sus
brazos se hallaban sueltos y se movían al ritmo de la marcha del caballo; la
cabeza, como una pelota, se ladeaba aquí y allá cuando la montura pasaba sobre
alguna irregularidad del terreno. Así pues, Don Carlos, en un acto de asombroso
equilibrio, paseaba, muerto, sobre su caballo bajo la luna llena de aquel
primero de Septiembre. Muchos lo vieron, horas antes, igualmente doblado sobre
su cabalgadura, pasando raudo por la casa comunal, en la que se celebraba un
matrimonio. La mayoría pensó que se trataba otra de sus borracheras, sin
embargo algunos, conscientes de la violencia que se cernía sobre la región,
pensaron lo peor y quisieron ir tras suyo, no obstante, fueron atajados por los
otros asistentes a la faena, quienes ya sabían de antemano, que el viejo hombre
acostumbraba a ejecutar su acto de equilibrismo siempre que estaba ebrio. Es
así como Don Carlos, aún tibio, dejaba tras de sí un rastro rojo que brillaba
bajo la luz nocturna, como escribiendo un testamento sobre aquella tierra que
siempre le negó todo. A media hora de abierta aquella herida sobre su pecho,
Don Carlos y su caballo pasaban sobre la bifurcación que lleva a Monte Verde o
a Barranco seco, doblando ambos por el camino que llevaba a aquel despeñadero
sobre el que se encontraba su rancho y su única compañía, un perro criollo de
tres patas llamado zambo. El camino a Barranco Seco era pedregoso y estrecho,
pero el caballo, acostumbrado tras tantas noches llevando a su amo ebrio sobre
el lomo, sorteó los primeros kilómetros del
trayecto sin ninguna dificultad. Ya habían pasado aproximadamente dos horas
desde que en un trozo de plomo se alojó en el corazón de Don Carlos, dando fin
a su lucha en contra de Dios, la naturaleza y el hombre.
Don Carlos
fue siempre un extranjero en aquella región, a pesar de haberse establecido
sobre aquel barranco hace más de 20 años. Nunca trabó amistad con ninguno de
los habitantes del área, y era más bien común que tuviese malentendidos con sus
vecinos, quienes no apreciaban la idea de tener de vecino a un comunista sin
temor de Dios, como lo llamaban. Durante
aquel tiempo, Don Carlos entabló una estrecha relación con su montura y su
perro. Siempre que salía a embriagarse mientras montaba su caballo en medio de
la sabana, como le gustaba hacerlo, dejaba una luz encendida para que Zambo no
se sintiera solo. De ese modo, aquella fatídica noche, justo después de doblar
en una curva, la luz lejana de su rancho se reflejó sobre los fríos ojos de Don
Carlos. El caballo, como muchas noches siguió aquella luz, como un barco a un
faro, cuando un par de detonaciones a lo lejos le hizo detenerse. Los
borrachos, en medio de la fiesta del matrimonio, habían empezado a lanzar tiros
al aire. Unos minutos después de que el silencio recobrara el control de la
noche, el equino retomó su camino, llegando a la verja que estaba cerrada; como
muchas otras veces, ignoró aquel obstáculo, dio un rodeo y se adentró un poco
en la sabana que rodeaba el lado más amplio del barranco hasta encontrar una
pequeña apertura en la cerca que daba un pequeño sendero hacia el rancho. La
bestia, agotada, siguió aquel angosto camino lentamente hasta llegar a la entrada del rancho. Zambo al sentir la llegada de su amo
saltaba y ladraba desde atrás de la puerta que se encontraba cerrada. Junto al
canino, que esperaba ansioso ver a su tambaleante amo entrar por la puerta, había
una pequeña mesa hecha con madera de roble y mimbre sobre la que se encontraba
una nota de suicidio en la que Don Carlos les pedía perdón a su perro y a su
caballo, quienes aunque no supieran leer, merecían una despedida.
NOOOOOOO... ¡Ese final no!
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