La vieja maña de morir joven.
Estas letras llegan tarde, porque, al igual que la ceniza del cigarrillo, tardaron en caer, mecidas por el aire de la noche. Estas letras llegan tarde porque había que dejarlas reposar, dejar que se les pasara el guayabo; y es que, en medio de la noche caliente, se llenaron de humo y cerveza hasta perder el habla, hasta dejar de ser letra y convertirse en otra botella vacía abandonada en la acera. Estas letras vuelven tarde, pero vuelven tras casi seis años de no escribirle a esto: a la noche caliente, a la gente ululando, a la manada de parias que en cualquier esquina de Medellín se sientan a buscar lo que no se ha perdido y, quizá, a perderse un poquito también.
Salí una
noche y volví con los años sonando como monedas que no podía gastar, me vi
sentado frente a un bar, sujeto de miradas que alguna vez lancé, y me encontré
sonriendo al ver que no se ha perdido la buena costumbre de morir joven. Vi de
nuevo parchesitos de 15 o de 20, tomando vino de maracuyá y menjurjes de los
que solo pocos conocemos la receta, los vi gritar y reírse, los vi peleando de
verdad y de mentiras, los vi mirando y me vieron, los vi riendo y yo me reí
otro poco. Había encontrado un espejo, el único al parecer, que me reflejaba
siendo algunos años más joven, con la valentía y la impertinencia imperecedera,
con el hígado y los pulmones más sanos, con las vida más diáfana, en la
constante búsqueda de cicatrices. Me vi sabiendo que al llegar a casa, me
enfrentaría al papel en blanco, solo para perder la batalla. Me encontré
muriendo de amor por cualquiera de la que enamora en la noche, sentí de nuevo
los pulmones arder cada vez que se acababan los cigarrillos mientras aún
quedaba papel por castigar y sonó aquella canción que pone que dicen que uno
sabe que uno está envejeciendo cuando la felicidad te pone nostálgico.
Sí, me
había reencontrado y me puse a recordar cuando fui inmortal. Cuando me sabia
eterno en el circulo de amor y desdicha, en el viejo arte de morir en la noche
para sacudirse las cenizas en la mañana. Me acordé de tantas horas sentado,
como un joven Chinasky, bebiendo y escribiendo. Recordé mi crónica del desahucio, el
enanismo, el gigantismo, la arrechera y
otros desordenes hormonales. Acepté que no se maduran biches, sino que el mundo se los come verdes; todos títulos de mis escritos, todas letras
desperdigadas como balas sobre el papel, todos visiones de la parca fría de la
adolescencia.
Y ahora vuelvo al balcón, a escuchar el rugido de la ciudad en la noche, hallándome un poco más sabio y aburrido, tosiendo de cuando en cuando, recordando que ya no muero sino que me enguayabo, esbozando una sonrisa al cielo, que se estrella dejando como epitafio que menos mal aun no perdemos la vieja maña de morir joven.
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